Aproximadamente a unos 560 kilómetros del gurú del incienso que inunda de olores persas la plaza del Salvador de Sevilla, Madrid descansa. Maneras de vivir que cantaría Rosendo en algún recoveco de Carabenchel. Por la capital nada parece despertar el entusiasmo que se vive en el Sur. Balcones engalanados, escaparates que rebosan torrijas bañadas en miel, capirotes colgados a media calle con el cartel de "se hacen a medida", y el estrés inusual en una región en permanente simbiosis con la calma soleada que se ve alterada estos días. Es la Semana Santa. Y hoy, camino de mi tierra en unas horas, los recuerdos florecen a modo de pregón matinal. A pesar de que el prisma con el que se acerca uno a la penitencia andaluza cofrade y más todavía, a la religiosa, ha virado sustancialmente -léase mucho-, la tradición del
homohispalensis te tira del pantalón para que abras bien los ojos. Mi adolesciencia de pinganillo al oído para dilucidar si por la lluvia, tal o cual hermandad salía a la calle, y la de programas de mano subrayados con escuetas descripciones de los bordados de las Vígenes me queda ya muy lejos. Sin embargo, la idiosincracia de esta ciudad con un todo embaucador que te da la mano cada primavera es lo que provocará que el nerviosismo aflore cuando cruce Despeñaperros.
Hoy es viernes de dolores, y que se lo digan sino a las familias jerezanas que llevan tres meses
achicando agua o a los Jiménez, Ortega, Díaz, Fernández o Ruiz de cada punto de la comunidad que intentan cuadrar sus cuentas y saldos tiznados de color grana. Son ejemplos de la circunferencia social más cercana. Pero ahora, los rezos se harán visibles en los pies descalzos del penitente tras sus imágenes devotas y en el rosario mudo y sordo de una mano piadosa que clama tiempos mejores. Parece que en Sevilla, y como dijo alguien, la primavera ha llegado para quedarse.